A dilixencia


Seguro que cando se fala de dilixencias a todos vénvos á memoria a película do afastado oeste, cos seus pistoleiros, o seu shériff, os indios e os fuxidos atacandoas mentres elas lograban case sempre fuxir. 

Qué pensariades se vos conto que en Taboadela habia unha "fonda" onde paraban as dilixencias para que os seus viaxeiros puidesen descansar, comer e tomar unhas copas de viño ou licor café? 

Se volvemos a vista ao ano 1929 o Sr. Antonio Prado Miguez, membro da Sección Ferroviario da UXT de Vigo da que foi secretario e colaborador habitual do xornal socialista “La Solidariedad” i “El Pueblo Gallego”, do que posteriomente foi redactor, publicou uns artigos a modo de "libro de viaxes" que chamou "Por terras ourensás" onde nos contaba como era eso viaxar polas estradas da nosa provincia (eso si considerando ao lugareños como tipos de outra clase, unha un pouco inferior), como eran os lugares polos que pasaba, etc. 

No artigo publicado en abril do ano 1929, titulado "Das beiras do Miño ás do Arnoya" fai unha marabillosa mención de Taboadela onde nos conta como eramos e como eran as dilixencias que eiquí pasaban e detíñanse. 

A continuación póñovos o texto como el o escribiu. Que o disfrutedes

El auto llegó jadeante, al punto más alto de la rampa. Un crucero viejo situado en un repecho del antiguo camino de Laza que la carretera cruza. Un mesón a la izquierda. Noalla, pequeño pueblecito, un poco más allá, al bajar una pendiente. Y entramos ya en el valle de la Rábeda, verde y jugoso, de extensos prados y amplias tierras de labor. Pueblos diseminados al borde de la carretera y otros en la lejania. Un lugar de cinco casas; luego Zainza; luego, pasamos el mesón de Calvos. Un puente; una recta y, tras una pequeña rampa, Taboadela.

En Taboadela no para el automovil. A la izquierda, próxima a la carretera, una iglesia barroca levanta airosa una torre cuadrangular de ocho huecos situados en dos grupos de cuatro, en los cuerpos superiores de la misma. De los ochos huecos sólo dos están ocupados por campanas. Casas con galerías dan al pueblo aspecto de villa. 

No hace aún muchos años era punto obligado de parada de la diligencia, que allí renovaba los tiros de caballos. Frente al parador deteníase el coche; descendía el zagal de la delantera y desenganchaba las pobres bestias que marchaban solas a la querencia del pesebre, pasando el amplio portalón del parador entre los viajeros que tomaban copas de licor café con roscas de Allariz o mantecadas ante un mostrador improvisado junto a una ventana, o bebían vasos de vino, lastrados con chorizos o huevos cocidos, fiambres que constituían el repuesto del parador. 




Perico o Andrés, los mayorales de turno, daban órdenes y rehusaban casi siembre las invitaciones de los viajeros, haciendo la vista gorda cuando el zagal aceptaba un vaso de vinazo, que bebía de un solo trago, con fruición de sibarita. 

El nuevo y descansado turno de caballos, salía al poco rato borregilmente, yendo a colocarse cada una de las bestias en su puesto, en espera del zagal, que las acoplaba a las varas de la diligencia. 

¡Al coche señores! 

Los viajeros, subían resignados a encajonarse en el infernal vehiculo, que invertía ¡doce horas! para recorrer los 74 kilómetros que separan Orense de Verín. Los hombres, generalmente emprendían a pie la subida del monte da Boa Nai, por un atajo, esperando un larguísimo rato en el punto más alto de la carretera a la llegada de la diligencia, que a paso lento de galerea, seguía las innumerables curvas que aquella trazaba en interminable serpenteo. 

¡Atiá, atiá! ¡¡Morito!! ¡¡Lucero!! 

El látigo restallaba en el aire tranzando silbidos de avispa y promoviendo chasquidos de cohetería; sonaba al propio tiempo un par de interjecciones del zagal en el más subido tono y el "correo" arrancaba a toda la marcha que permitía el trote de los jamelgos, los cuales, un centenar de metros más adelante, al entrar en la cuesta, aortaban el paso hasta trocarlo por el lento y cachazuso de las bestias de labor... 

Ahora ya no. Nuestro auto pasó a toda la marcha que daban de sí los caballos de su motor, soltando formidables resoplidos por el escape abierto y emitiendo roncos bocinazos, remedo gotresco de las rotundas interjecciones de los zagales de otros tiempos. 

Desde la galeria de la casa que antaño era parador, una joven presenciaba el paso del automóvil. En otras ventanas y puertas las gentes dirigían un momento la vista al auto, que pasaba turbando la paz del poblado con sus olores y sus resoplidos. 

Tal vez añoraban los tiempos pasados en que la llegada de la diligencia, mañana y tarde, era la nota alegre en la vida plácida de la aldea, el contacto con las gentes que pasan cruzando los confines del mundo, llevando consigo aires de intercambio, corrientes de simpatia y hálitos de una superior civilización, exteriorizada en el vestir, en el andar, en el “aire” especial de las gentes que viajan, que pasasn un momento ante nuestras pupilas mostrando que “en el mundo hay más” 

En la segunda curva, a la derecha, una ermita rústica, que parece vigilar desde la altura los frutos del extenso vallde la la Rábeda y dirigir las augas del mismo hacia el cauce del Barbaña. Más arriba, a la izquierda, divisamos un momento Santa Mariña de Augas Santas, donde la tradición fija el lugar de un martirio análogo al de Santa Agueda, fecundando con estupendos milagros. 

Dos locomóviles apisonaban, la grava de la carretera que una brigada de obreros acababa de extender. 

El día púsose de pronto turbio, de color de panza de asno y de la parte del Naciente empezó a soplar un viento helado, cortante, que hería el cutis con alfilerazos de dolorosa sensación 

... Un ”paisano”, embutido en una “coroza” cubriendo su cabeza con amplio sombrero, protegidas sus pantorrillas por unas polainas de junco y calzando unos zuecos formidables, se cruzo con nosotros. 

¡Señora! ¡Si es usted tan amable!- dije, tratando de bajar la cortinill de lona, provista de un ventanillo de celuloide y desntinada a proteger del frío y de la lluvia a los que ocupen la delantera 
¡Ay, no, por Dios! ¡¡Me mareo!!... 

Hubo que resignarse 

Estabamos en la divisoria del Barbaña y del Arnoya. Un nubarron denso y opaco, acababa de cerner sobre el Outeiro da Boa Mai, los blancos y diminutos cristales de una ligera nevada, blanco maná que los angelitos del Señor se entretienen en lanzar desde el cielo sobre las altas cumbres, en los días decembrinos, en que tuvo lugar el viaje que voy relatando. 

A la izquierda veíase lucir en la lejanía el sol en todo su esplendor. Una altísima cordillera se extendía por toda la banda del Este, cubierta por una deslumbrante capa de nieve que hería la vista con su blancura. En primer término, el Rodicio, más deslumbrante que ninguna otra altura, aparecía tornasolado por los distintos matices de sua alba corona. 

¡Alli sí que los angelitos del cielo se habían entretenido en sus juegos de cernedores de blanca nieve! 

¡Y pensar que por allí, casi por las cimas de aquella extensa cordillera, lugar de esparcimiento angélico durante cinco meses del año, se llevará el ferrocarril “directo” de Orense a Zamora!... 

Volví a reirme. Pero esta vez con esa risa entre irónica y compasiva, que nos producen las inconsecuencias o las manías. 

¿De qué se reirá este imbécil? - tengo la seguridad que volvió a pensar la obesa señora de mi izquierda. 

Precisamente el auto emprendía entonces vertiginosa marcha descendiendo hacia las márgenes del Arnoya y provocando las primeras ansias, bascas y trasudores de la pobre dama. 

Perdone, señora; ¿se encuentra mal? 
Si; un poco mareada - dijo entre dientes, con tono displicente y un si es no rencoros -
... ¡Estas curvas! ... 

Pasamos ante el lugar donde antes se alzaba la parroquial de Piñeira. Un rayo cayó allí un de San Juan cuando se día celebraban unos funerales y causó veinticuatro victimas. Poco tiempo después fué demolida la iglesia y alzado un pequeño monumento que perpetúa la memoria de la hecatombe 

Una curva más nos descubrió Concello de Allariz. Las torres de los templos sobresalen desde la lejanía y rompen la uniformidad de los tejados. Las ruinas de unas murallas sobre las que se alzan los restos de la torre del homenaje de un castillo, míranse n las aguas del Arnoya, que el auto cruza, veloz, entre bocinazos y reosplidos para parar en seco frente a la administración al doblar, pasdo el puente, una curva absurda, trazada no sabemos si para hacer gala de los prodigios de la ingeniería o para respetar intereses creados y seriamente defendidos por las arqimañas caciquiles.
 
 

 


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