BREVE ENSAYO ACERCA DE UN ASPECTO DE GALICIA

Acabo de recorrer, otra vez, Hace pocos días, parte de lo que yo llamo la “Galicia recia”. He querido en mi rápido y accidentado viaje, renovar impresiones. Mejor dicho: afianzarlas más... Pero esta Galicia de que quiero hablar, que quisiera loar de un modo principal, no es la Galicia bucólica y bella de las “rías do ensueño”, sino la Galicia fuerte, imponente y plomiza de tierra adentro, lejana del tren y lejana del mar. Esta Galicia que, nuevamente acabo de recorrer, es a mi juicio, el verdadero corazón y la verdadera alma de Galicia. Y a ella ha de referirse, preferentemente, todo lo que en esta prosa pueda sonar a elogio y a admiración. 

Porque, en efecto, hay dos Galicias diferentes: Una Galicia risueña, luminosa, que se mira, coqueta, en la clara linfa de sus ríos de égloga -como la del Miño, del Avia, del Ulla, del Lérez, del Umia, del Oro y del Sil-, y en el espejo pando de sus rías bajas, y otra Galicia más abrupta, intensa, que no es risueña ni coqueta. Aquella Galicia primera es la Galicia de los valles de las ribereñas y la de la veiramar: Una Galicia muy “Costa Azul”. La otra Galicia, la segunda, es la Galicia de las tierras ingentes de la Arzúa, de Mellid, de Lugo, de Villalba, de Puertomarin, de Mondeñedo, de Castro Caldelas y Puebla de Trives, de las sierras de Queija y San Mamed, de Carballino, de Allariz, de la Limia Alta, de Bande y de Oroso, de Cartis y Guitiriz... Yo nací en la Galicia suave que ahora, en pleno invierno, mira como sus camelios arborescentes florecen junto a las playas blancas. Y, sin embargo, regalo toda mi efusión a esa otra Galicia menos conocida, dura, maciza, de la tierra adentro. En los valles y en los montes rotundos de la Arzúa, de Mellid, de Palas de Rey, de Villalba, de Puertomarin, de San Mamed, de Trives, y Castro Caldelas, de Carballino, de Piedrafita del Cebrero, de Neira del Rey y Neira de Jusá, de Fonsagrada y Bacerreá, de Mondoñedo y de Cospeito, de Allariz de la Limia y de Ordenes, se conserva aun casi pura y uniforme nuestra raza primitiva. (Suponiendo que aún hay razas). Hace pocos meses, desde la cumbre santa del Picosacro -que también holló la planta de Santiago el Mayor-contemplando al Sur y al Oeste, en los valles griegos del Ulla y del Sar, los rubios maizales, las vides ubérimas, las verdes y lozanas praderías, pude reapreciar, de golpe, toda la belleza maganífica de la Galicia pagana, y jugosa. Más tarde, desde un picacho enhiesto, yermo e ignorado, en las cercanías de Mellid - donde, empero, llegó ya el tango argentino;–luego desde la cima de las ruinas de los castillos roqueros de Penamá y Sandianes, en Allariz y la Limia, y ahora desde las altaras de la sierra de Mondoñedo, pude aquilatar también toda la grandeza de esta otra Galicia viril y austera. Porque las tierras de la Arzúa de Enfesta, de San Mamed, de Allariz y la Limia, del Cebrero y de las montañas de Lugo, son tierras recias que dan temple al alma y al corazón, como el agua al acero. Son tierras de lobos, de héroes, de santos. La Galicia de la veiramar, es tan bonita, tan aterciopelada, tan suave, tan poblada de casales blancos, que llena el espíritu, plenamente, de un muelle, regocijado y franco, anhelo de vivir. Y la otra Galicia-que, precisamente, no rima con delicia- es gris, pizarrosa, silenciosa, menos verde y menos bella en los valles, pelada en los montes, pero llena el espiritu del viajero de un profundo sentimiento de ascetismo y de fuerza. 


Se suele leer con frecuencia a la critica española -y también en la gallega-que don Ramón del Valle-Inclán puso en algunos de sus libros el halo triste y trágico de una Galicia ocre que no existe a la hora actual. Quienes eso afirman no conocen Galicia o no conocen, mejor dicho, esta Galicia mística, supersticiosa, yerma y quieta que fuerza a pensar y a sentir hondamente. Y es que don Ramón del Valle-Inclán, por amarlas más, por sentirlas más, ha ido a buscar los héroes hoscos de sus libros gallegos a las tierras plúmbeas de la Arzúa, de Ordenes y de les montes de Lugo. El gallego de esta Galicia es un tipo bronco y humilde. La experiencia le ha hecho falsamente humilde. Cuando pasamos ante él -¡oh, admirable poeta Noriega Varela!- con nuestro indumento ciudadano, descubre a medias la cabeza, y reza un ¡Alabado sea Dios!. Pero detrás de esa humildad y de esa buena criarza se siente alentar la torva desconfianga nacida de una servidumbre secular. Como en tiempos del medievo, los labriegos de los valles y montañas de Mellid, de Palas de Rey, de Ordenes, de la Arzúa y de los montes orientales de Lugo, aun visten la estameña casera y las medias de lana, a la vieja usanza, y aún crispan los dedos sarmentosos sobre el asta de roble de la bisarma. (De la bisarma nació la alabarda). Y la supervivencia de este ancestral artilugio defensivo demuestra cuán pura se conserva allí, todavía, esta raza de gallegos rudos, de estos gallegos de encina, que miran foscamente la calidad señoril. 

A esta Galicia parda no ha llegado el excesivo minifundio de la veiramar, y las tierras de cultivo siguen siendo, casi todas, propiedad de antiguas familias hidalgas, que cobran foros y arriendos, igual que hace quinientos años. Estos campesinos trabajan, de abuelos a nietos, tierras pobres que no son suyas, que nunca serán suyas, pues el señorito no vende y el labriego no tiene pocuria para comprar. Su única esperanza está en América, y la emigración, poco a poco, irá despoblado las comarcas. Estos campesinos representan lo más humilde -poro también, lo más honrado y laborioso- del éxodo gallego a países de mayor abundancia. Algunos vuelven con mucho o con poco dinero y construyen casas en las ciudades, en las carreteras de Compostela a La Coruña, de Compostela a Lugo, de Lugo a Mondoñedo y Ribadeo, de Orense a Verín, de Compostela a Orense. Pero los más no vuelven. Y así, dentro de no muy lejano tiempo, los señores de la tierra tal vez no tengan jornaleros ni colonos para cultivar sus agros y por las sendas escarpadas de las montañas no se escuchará ya el son estridente de la gaita grileira, camino de la romería. 

Pero, no hay duda alguna de que esta Galicia pobre, con sus gentes desconfiadas y sus montañas peladas, llenas de carrascas, es la Galicia típica: la más interesante para el psícólogo, para el etnógrafo y para el artista. Desde la altura de Taboadela hasta el confín de la Limia, en la comarca de Allariz -fundada, según se dice, por Alarico- hasta Trives, la Sierra de San Mamed y Portugal, estavo establecido el centro de la monarquía nueva, y el tipo físico es una mezcla de latino y germano. como bien claro está en la zona de Barra de Miño. En la región que se extiende desde Palas de Rey-ya cerca de Lugo-hasta Enfesta y hasta más al norte de Ordénes, el tipo es celta o kimrico, casi autóctono. No así en la costa, en donde el tipo es, en mayores o menores proporciones, una fusión do kimrico, saële, celta, fenicio, griego, latino y normando. 

El hombre de la costa disfruta de una existencia más fácil, más abundante, de un clima más apacible y dulce-aunque más húmedo- y espeja en su rostro jovialidad, franqueza, buen humor y una traviesa y simpática socarronería. El hombre de tierra adentro, con menos abundancia, con un clima más duro, es reconcentrado, astuto, áspero, avaro, y cree, por experiencia, que debe siempre pensar mal para saber acertar, ¿Cómo va a ser franco, abierto, el espíritu de este campesino, cuando pesa sobre él un milenio de servidumbre y una vida nunca bien abastecida y excesivamente trabajada? 

En todos países del mundo, especialmente en los de una vieja civilización y en los que predomina el latifundio, el campesino tiene siempre esas cualidades características Es natural. Pero esas características están más exacerbadas, más exaltadas, allí en donde el trabajo del campo proporciona una vida menos cómoda, más sórdida. No es, pues, naturalmente, una excepción de la regla el campesino gallego de tierra adentro. La fábula de «La Tierra» de Zola, puede acontecer lo mismo en las Landas de Francia que en un valle de la Arzúa o en un pueblo calcinado de Castilla. Y. sin embargo, a pesar de esos defectos, el carácter del campesino gallego, en general, atesora, como no atesora el de ningún otro país del mundo, una cantidad de virtudes selectas que merecen loanza y admiración. 

Ningún mal, en verdad han cometido los gallegos para llevar tras de sí, como una negra sombra, cierto, desconcepto que indigna por injusto y que pone en nuestro espíritu un dejo de amargura, de desconfianza y de recelo. Ese desconcepto es inmerecido: ¡Es bastardo! Hay juicios que no tienen justificación ni disculpa de ningún linaje. Y ese desconepto de Galicia y del gallego tampoco tiene justificación ni disculpa de linaje alguno. Yo he buceado muy hondo en el alma de esta raza que, a Dios gracias, es la mía: pura y sin mezcla extraña en muchas generaciones. Encontré en sus más ocultos meandros, ciertamente, defectos graves; pero encontré, a la par, virtudes firmes que anulan esos defectos y que hacen de la raza gallega, genéricamente una raza de hombres dignos y leales. El gallego es un hombre bueno, noble, tenaz, laborioso, honrado, sagaz, culto, que ama a la familia, a la tierra y a Dios. Son esas, esencialmente, sus primeras, principales y próceres virtudes. ¿No bastan para qué merezca respeto y consideración?... 

Unos reyes castellanos pusieron un día en las montañas de León y en la cuenca del rio Eo unas vallas de odio y de desprecio. Durante cuatro centurias los gallegos han venido purgando el pecado de haberse alzado en armas en defensa de los derechos de una reina, detentados por otra reina. EI viejo desconcepto de Galicia y de los gallegos nació mas tarde el desconceto de Cataluña, aizada también en armas, por defender sus libertades. Desde el siglo decimoquinto hasta el siglo decimonono, Galicia fue una cosa borrosa en la Península Ibérica. En este último siglo Galicia y Cataluña se reivindicaron. Y en los días de ahora Galicia y Cataluña son lo mas fuerte y lo más europeo de España. 

Es justicia decirlo. 


El Eco de Santiago, nº 1427 
17 de Diciembre de 1932




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